¡Qué Dios se lo pague!

Ante una frase similar dije una vez, no recuerdo donde, cuando ni a quien… «Que nadie pague nada y dejemos a Nuestro Señor tranquilo, que se ocupe de cosas más importantes que tendrá muchas que atender.»

La tarde del viernes se prestaba para caminatas bajo la sombra de los árboles. Temperatura agradable, poca humedad, en fin… Era la segunda vez que tenía que ir al Banco República esa tarde, a la sucursal que está frente a la Plaza de los Bomberos, la Plaza de los Treinta y Tres Orientales, debería decir. Siempre buscando la protección de la sombra, al llegar a la plaza elegí el camino arbolado al costado, el de la calle Minas, pasando por entre las vendedoras que hay en ese lugar, señoras muy tranquilas a las que no le molesta que uno pase por allí muy cerca de sus puestos de venta de ropa.

Cuando faltaban pocos metros para llegar al cruce de la Avenida 18 de Julio, la luz que daba paso ya hacía un rato que estaba, así que decidí esperar la próxima señal luminosa de color verde del semáforo para no tener que cruzar corriendo como ya me pasó tantas veces. ¡Pero mi decisión no fue respetada, no! «Algo» me empujó a desobedecer «la orden» y, no sé cómo, en cuatro o cinco zancadas salvé esos diez o doce metros para disponerme a cruzar la calle cuando el semáforo se ponía en color ámbar.

La señora ciega ya había avanzado unos metros apuntando con su bastón blanco hacia delante y cuando estábamos justo en medio de la calzada me puse a su lado pero un paso delante de ella. Nunca lo pensé el por qué de ponerme un paso delante. Después me di cuenta que había sido lo más apropiado para que los rodados que ya habían comenzado a avanzar la pudieran ver… «No se preocupe señora, el semáforo ya está en rojo pero yo voy a su lado.» La robusta mujer, de unos cincuenta años de edad, jadeaba, apuraba el paso y seguía apuntando con su bastón blanco extendido hacia delante. «No se preocupe, camine tranquila que ya hice seña a los vehículos para que esperen.» Pero… «yo no las tenía todas conmigo». La vorágine de un viernes por la tarde, en víspera del feriado largo de Carnaval… En fechas como esta la gente suele enloquecerse un poco más y los coches andan muy apurados. Un ómnbus, una camioneta y una moto se habían lanzado ya y yo les hacía señas con mi mano derecha sin dejar de mirar a la mujer, acompañando su paso, haciendo ademán de «adelante» con la otra mano, como para que los choferes se dieran cuenta de la situación..

Cuando los conductores de aquellos vehículos se percataron frenaron todos, muy cerca y se silenciaron los bocinazos. ¡Qué alivio!… «Dos pasos más y ya estamos la vereda. No se apure señora que está todo bien.» Apenas pisó la acera dos o tres personas se le acercaron, la tomaron de un brazo y le preguntaron hacia dónde iba. Yo ya no era necesario así que seguí mi camino hacia el Banco y cuando pisaba el primer escalón llegó una voz a mis oídos…

Entonces pensé… «Algunos se las tienen que arreglar con mucho menos. Antes de quejarme por algo ojalá recuede esta situación…»  El nudo en la garganta me acompañó mientras subía hacia el primer piso, al tiempo que iba pensando en la mujer de escasa o ninguna visión, también en la comprensión de los que pararon sus máquinas y la solidaridad de los que se acercaron a la señora para prestar su ayuda…

La voz de aquella mujer, que había llegado a mis oídos era un simple pero profundo… «¡Qué Dios se lo pague!»