Se supone, o al menos yo supongo, que en este tiempo comenzamos a transitar una nueva era tendiente al realce de la espiritualidad. Se habla por ahí de las ondas electromagnéticas que circulan permanentemente a través de la corteza terrestre, de la correción del eje de la tierra que tuvo una desviación, aunque mínima pero desviación al fin, cuando el terremoto de Japón en 2010 y que habría tenido otra corrección hace unos días. Bueno, que hablen de ese tema los que entienden, yo me limito a escuchar a ver si con suerte capto algo que pueda llegar comprender y a opinar levemente acerca de lo que voy percibiendo respecto a formas y cambios de actitud de nosotros los protagonistas de este Mundo.
Y yendo a lo que percibieron mis sentidos, haré a priori el siguiente comentario… Este último año vi tantas miserias, ¿o será que casualmente puse más cuidado en la observación?… Me refiero a «enfermedades del alma»… ¡incurables! Qué lamentable que sean incurables, pero sí, lo son, salvo muy escasas excepciones. Las enfermedades del cuerpo pueden llegar a ser terribles y las enfermedades del alma pueden llegar a superarlas. La enfermedad de la codicia, ¡la enfermedad del poder!, la avaricia, la necedad… La enfermedad de la maldad premeditada, que se puede manifestar de formas muy variadas. El daño, casi siempre pasajero, que producen en los demás, va «vacunando» a las víctimas hasta que llega el momento en que no le afectan, pero el que «envía» la mala onda, el mal, a la vez de producirlo lo padece, porque está dentro de él, si no, no lo podría expulsar y el indivíduo dañino es el que se va envenenando cada vez más.
Queriendo, siempre se encuentran soluciones y es así que para que «las cosas» funcionen mejor, o mejor dicho como deben funcionar, en gran medida depende de nuestra actitud hacia los demás y ante la vida. Por más que queramos mantenernos al margen, pasar desapercibidos… ¡todos somos protagonistas! Para bien de cada uno es importante comenzar cuanto antes con la práctica de una mentalidad positiva, sobre todo solidaria y comprensiva. Lo bueno también se contagia y con una fuerza increíble.
Oportunidades de recuperación se le presentan una y otra vez al indivíduo que permanece encerrado dentro de un mundo egoísta, bastaría con ayudar a un anciano o un minusválido a cruzar la calle, o ayudar a cuidar un enfermo, o ir a visitar a un amigo que está necesitando una voz de aliento, o simplemente dar «algo» a un necesitado y si es en forma anónima… ¡mejor! Se sentirá tan bien que de pronto hasta estará deseando repetir la acción de filantropía. Si engancha esa onda comienza a curarse y de pronto se percata de que lo que dio no le afectó en absoluto, al contrario, de pronto le parece que «tiene más que antes». Y sí, lo que realmente tiene es más riqueza espiritual, que es la que vale.
¡Qué curioso!, el que no da nada es como el que no cree en nada, nada lo conforma. Solo el tintinear de las monedas de oro le produce un placer efímero, como al «tío rico Mac Pato» frente a la caja registradora, sus ojos despiden fulgores, pero solo por un momento. Es algo así como una droga, creo, el placer dura solo un momento, después la desazón, la desidia y otra vez a la búsqueda de lo material hasta «morirse de aburrimiento». Algunos acumulan tanta riqueza material que aunque vivieran N vidas no tendrían la capacidad ni el tiempo de utilizarla en su provecho y sin embargo la ambición desmedida los lleva a estar corriendo siempre detrás de una nueva mina de oro.
Bueno, dejemos la crónica oscura ya de una vez y vayamos a lo positivo, para lo cual por esta vez recurro al recurso de recordar parte de la nota de hace un año en la que comentaba…
«Recuerdo en este momento un hecho ocurrido en el ómnibus 76 de Amdet, en el recorrido tranversal desde el sur de la ciudad, de Punta Carretas, el encantador barrio residencial con aire de distinción, a Capurro, situado al oeste de la bahía, el barrio fabril de clase media, trabajadora… ¡lindo barrio también! El ómnibus circulaba siempre con muy pocos pasajeros. Yo ascendía en Av. Garibaldi y Av. 8 de Octubre para trasladarme a mi empleo de mandadero en la fábrica Cooper, y elegía siempre asientos delanteros porque me agradaba apreciar el paisaje de frente y también observaba la conducción del circunstancial chofer. Con uno de los choferes coincidía a menudo, se trataba de un hombre muy alto, de unos cincuenta años, muy calmado y con una media sonrisa permanente. Nunca faltaban las expresiones agradables hacia las personas mayores que subían o bajaban igual que para los niños. Pero lo que más me llamaba la atención en su actitud era que, cuando subía o bajaba alguien con notorias dificultades de traslado, él se levantaba de su asiento… ¡sí, dejaba de conducir! y ayudaba a esa persona a ascender o descender del autobús.
Varios años después de dejar de transitar por esa línea del 76 me encuentro con ese chofer pero como pasajero en otra línea de autobús y espontáneamente lo saludé y él me reconoció… “Tengo cincuenta y ocho años y ya me jubilaron”… “Entonces, ¿usted se aburre, a veces?” “Nada de eso, me dedico a tantas cosas… como leer mucho, pero sobre todo ayudar a la gente necesitada, de pronto me voy todo un día a un barrio carenciado y allí ayudo a alguna viejita que vive sola, le hago los mandados y le aseo algo la casa…” “¡Qué actitud la suya y que sacrificio!” “No, no es ningún sacrificio… lo hago porque siento que puedo ser útil a los demás y no hay nada que me haga sentir mejor que brindar mi ayuda a quien la esté necesitando… ¡Ah!, a veces también me paso el día colaborando en el “Vilardebó” -el hospital siquiátrico-!” Vaya… no esperaba encontrar un ser así, aunque sé que existen “los elefantes blancos”, pero por lo general no se ven, porque no se hacen notar -por más elefantes que sean-, son tan discretos que pasan desapercibidos… Y el chofer jubilado siguió su camino, a cumplir quién sabe que misión ese día, con la amplia sonrisa dibujada en su rostro, que reflejaba su verdadera tranquilidad de espíritu.»
Por supuesto que hay muchos más ejemplos para destacar, pero eso lo haremos otro día… ¡Feliz Año 2013!