«Quien pudiera tener madre, aunque fuera de una silva (silveira, zarzamora); y aunque la silva picara, siempre fuera madre mía.» Este era uno de los dichos que doña Carmen me estampaba siempre en su gallego, y que yo no terminaba de comprender, o no quería, durante mi «edad de la bobera». De pronto, poco tiempo después, sí, lo comprendí cabalmente, pero claro, ya era tarde. Solo me quedaba el recuerdo permanente y la «conversación», a la distancia ¿en el tiempo y en el espacio?… no lo sé, tampoco importa mucho.
Precisamente hace unos días, había recibido un correo en el que una amiga que reside en Buenos Aires me comentaba que la mamá de Carlos, su esposo, había cumplido 101 años y estaba lúcida y autoválida… «¡qué alegría… y qué afortunado don Carlos!» También, casualmente había tenido «una de esas conversaciones» con doña Carmen, referente a uno de mis proyectos en trámite… Probablemente me habría respondido: «¡Ai, meu filliño, ti estás toliño!», como me decía casi siempre cuando durante las largas tertulias nocturnas que solíamos mantener en aquellos tiempos, en nuestra pequeña casita del barrio de La Unión, le hablaba de mis emprendimientos e ilusiones. Más tarde, navegando por «facebook», vi una nota de mi amiga Ximena Armand-Ugón, que incluía una fotografía de su madre, fallecida muy joven, ya hace treinta años. Me llamó mucho la atención, creo que esa nota llegó a mis sentidos en el momento justo, y entonces me brotó esa expresión… «¿Cuánto vale una madre?» y simplemente con eso le respondí, pero me quedé muy pensativo.
Minutos después reaccioné y le escribí otra nota más amplia y por fin hoy otra más breve, a la que me respondió: «Mi mamá murió con 32 años de edad, pero era viuda desde los 22. Mi padre murió con tan solo 24 años, y nuestras edades, en ese entonces, eran de 6 mi hermano, 4 yo y mi hermanita 12 días. Mi mamá tuvo que ‘apechugar’ con nosotros tres. Ya había tenido que ‘arremeter’ contra la vida, cuando con 15 años quedó embarazada, todos los adultos estaban en contra y avergonzados, pero mis padres siguieron adelante contra viento y marea. Mi padre continuó estudiando y para demostrar que podía, hasta hizo dos años en uno, para adelantar. Cuando murió, llevaba siete meses de recibido de Ingeniero Agrónomo. Mis padres, mis abuelos maternos y mi abuela María… ¡juro que son lo MÁS! De ellos aprendí, y de ahí mi carácter ‘guerrero’.»
Días después de fallecer su padre, Luis Enrique, descendiente de emigrantes valdenses, en un accidente de automóvil en la ruta 1, el «culpable» del accidente se presentó a la viuda, María Cristina, descendiente de vascos, para reclamarle por gastos ocasionados por traslado al hospital, etc. etc. Ella juntó coraje y a sus tres hijos, los abrazó y le dijo al culpable: «esto es lo que usted me dejó».
Hoy tenía pensado comentar acerca de la madre de los protagonistas de «Cuatro historias de emigrantes» y algunos otros, pero prefiero dar por finalizada la nota en este punto.