El bosque de la condesa – Cinco días en Londres – El niño ciego – La carta de Amelia

Dibujo para "Cinco días en Londres"

«Cinco días en Londres»

Precisamente en estos momentos en que estoy revisando el contenido de los cinco relatos de «El bosque de la condesa» para una nueva reimpresión, recuerdo con satisfacción el interés que despertó en los alumnos de aquella clase en la que me encontré de pronto, en el medio de un salón con unos veinte chicos y chicas, sentando en un banco cualquiera del aula. Cuando le dejé los libros a la directora para que los utilizaran para «lecturas alternativas», o lo que quisieran, no imaginaba que estos dos libros le pudiesen interesar tanto a aquellos adolescentes escolares y liceales. Pero sí, cuando fui invitado a entrar en el salón para «hablar con ellos», ya desde un principio me sorprendieron con las preguntas.

Por un momento se hizo silencio, noté que me observaban con atención. Era aquel el preciso momento de ser aceptado o rechazado y yo lo sabía. Pero eso no me preocupó en absoluto porque estaba seguro de que la comunicación se iría a producir. «¿Este será de verdad el escritor de estos libros, o será un señor como cualquier otro cuya presencia impone ya de entrada cierta distancia?» Algo así me imaginaba yo que estarían pensando mientras en la sala reinaba el silencio. Poco después todo cambió. La maestra me invitó a tomar asiento en su lugar, pero yo desestimé esa invitación, me acerqué a los muchachos y le pedí permiso a uno de los alumnos, el que estaba más cerca, concedido de inmediato, y me senté en su banco. «¿Vos sos el escritor?»… Al tiempo que miraba hacia los que estaban más cerca, alternadamente, con una media sonrisa en mi rostro, respondí: «Sí, yo soy. A ver… ¿qué me quieren preguntar?»  «Ellos» fueron los que empezaron y más preguntas hicieron, pasaban de una pregunta relacionada con «Relato de un emigrante» a otra acerca de «El bosque de la condesa», como si nada. «Ellas» se interesaron más en las historias de «La carta de Amelia» y «El niño ciego». Cuando llegó el momento de mencionar «Cinco días en Londres», aparecieron las sonrisas en aquellos rostros jóvenes y al mismo tiempo la duda… «¡Esto me suena a farsa!» -habrán pensado algunos. «¿Es verdad todo lo que cuentas ahí?» Entonces, seguía la explicación correspondiente, auténtica, hablando naturalmente como si fuera uno más de ellos. Nada de irse por las ramas porque esos jovencitos lo tenían muy claro. Si uno les dijera algo fuera de lugar, seguro que lo detectarían. «Bueno, vean, en realidad algunas de las anécdotas son algo exageradas, pero eso es solo para darle un poco más de sabor. Eso sí, les aseguro que es absolutamente cierto todo lo que se cuenta en ese relato.»

"El niño ciego". Uno de los cinco cuentos-relatos de "El bosque de la condesa"

«El niño ciego». Uno de los cinco cuentos-relatos de «El bosque de la condesa»

Después, la satisfacción de comprobar que el trabajo con la maestra había sido fructífero… «¿Manolito, aquel niño que acompañaba a su padre en la feria, era ciego de verdad?» ¡Vaya!, la misma pregunta se hacía el protagonista del relato mientras lo estaba escribiendo. De pronto, uno de los muchachos me preguntó: «¡Che!… ¿Esas historias las escribiste cuando eras niño o ahora?» Y mis ojos se agrandaron como si fueran el dos de oros. Después, una niña se interesó por otro de los relatos, «El bastón de don Nicanor»… «¿Aquellos gatitos que te salvaron la vida, existieron de verdad?»

¡De qué manera intuyen! Pareciera que las historias que se leen en la clase  «les resbalan», sin embargo aciertan al preguntar. Eso significa que les interesó esa lectura y los mensajes que se intentaban transmitir a través de esos relatos, les llegaron y es seguro que «algo positivo» les va a quedar.

La tierna y al mismo tiempo dramática historia que se desarrolla en «La carta de Amelia» despierta un interés especial entre las niñas. Tiene su sentido, porque Amelia es una adolescente rodeada por la incertidumbre, separada de sus padres por motivos crueles de la posguerra civil española. Ella vive en una aldea, sin esperanzas de futuro, con sus abuelos y un hermano mayor que ella, pero tiene un cobijo sentimental con Tonecho, un niño un año menor que ella y la madre del muchacho, que le enseña costura para que aprenda un oficio y además conversa con ella como si fuera su madre. El otro protagonista de la historia, Manolito, un niño de la ciudad, menor que Amelia y Tonecho, gana el afecto y simpatía del chico y la chica aldeanos, a pesar del rechazo natural al ser de ámbitos diferentes. «Los chicos de la ciudad son unos engreídos». «Los de la aldea no saben hablar y son tontos». La amistad entrañable que se produce borra los falsos conceptos.

La carta que por fin recibe Amelia de su madre después de mucho tiempo de no saber nada de ella, aclara las dudas de la muchacha y pone punto final a una historia por demás tierna y emotiva.

Ya casi estamos en tiempo de recomenzar «esos trabajos», y de eso hablaremos más adelante, pero antes, en otra ‘entrada’ próxima, les comentaré acerca de las preguntas, profundas algunas, que me formularon aquellos chicos y chicas adolescentes, relacionadas con la emotiva historia de aquel niño de trece años, «Relato de un emigrante».

Reflexiones para la Navidad y la Nueva Era

Catedral de Santiago de Compostela
Fotografía copiada de Facebook – «Compostela en la Onda» –
ALUMBRADO PUBLICO- AHORRO ENERGÉTICO: "HAI ZONAS NAS QUE SE VE UN POUCO MENOS QUE ANTES, REDUCÍUSE A INTENSIDADE CUNHAS LUMINARIAS DE MENOR CONSUMO": Así lo ha explicado en ONDA CERO el concejal de Alumbrado Público compostelano Luis Bello que ha insistido en otras medidas "más drásticas como apagados parciais, nalgúns sitios se apaga unha farola de cada tres, e por exemplo no vial do Polígono do Tambre, así como no propio poligono". Luis Bello destaca que "hai parques públicos onde se apagan as luminarias en horas determinadas como é no parque das Cancelas". El concejal de Alumbrado público avanza que "para o 2013 prantexaremos máis aforro a través dun concurso que conleva a modernización das farolas e o alumbrado no concello de Santiago con bombillas led". Se está estudiando que en los presupuestos del próximo año se incluirá un estudio energético para ver cual es el consumo de cada una de las lineas
Foto
Dos fotografías que convergieron en distintas fechas, procedentes de los mismos lugares protagonistas que inspiraron el nacimiento de «Desde el otro lado del mar. Los regresos del emigrante», publicado este año y presentado recientemente en Guadalajara, Jalisco, México -la Nueva Galicia-
Dotado de cierta dosis de espiritualidad, acorde a la Nueva Era que comenzamos a transitar, este emotivo libro se adelantó a los acontecimientos y unos meses antes del «fin del Mundo», o mejor dicho, del fin de una era, salió a la luz con la esperanza de ocupar un lugar y ser simplemente un libro más, que deje mensaje y aporte algo positivo, a fin de contribuir con la esencia de «un nuevo orden espiritual», que esperamos «nos envuelva» a todos.
Estamos viviendo una época violenta, que ojalá comience a decrecer, para lo cual se necesitan mayores dosis de espiritualidad, energía positiva, filantropía y comprensión. El altruismo siempre fue un valor protagonista en la humanidad, de pronto se hace notar poco porque proviene de espíritus superiores que actúan más bien en silencio y en el anonimato. Siempre existieron esos «espíritus superores», de lo contrario… ¡pobre de nosotros!
Pasando ahora al mensaje que aportan algunos libros, a propósito es oportuno recordar la actitud del sabio ermitaño, protagonista del cuento «Dos cofres de plata», el mensaje que se desliza en «El niño ciego», la solidaridad que emana del encuentro entre los tres protagonistas de «La carta de Amelia», tres historias de las cinco que comprende «El bosque de la condesa».
Comentaremos en una próxima nota, o mejor dicho recordaremos, la actitud de aquel chofer del ómnibus de la línea 76, de Punta Carretas a Capurro, que figura en la última entrada de 2011 de este blog, así como también algunos pasajes de «La Galicia de Montevideo. Una biografía de Xesús Canabal», para destacar el tópico que nos ocupa hoy.
Para finalizar este comentario, voy a destacar un hecho ocurrido hace unas pocas semanas, solo uno de los tantos del mismo tenor, que ocurren a través del tiempo, relacionado con el Hogar Español de Ancianos:
Hace algunas semanas un señor español se comunica con la Administración y pregunta cuales son las necesidades del Hogar, la lista era tan extensa que, al conocer el motivo de la pregunta, la administradora redujo la lista a tres artículos a fin de aliviar la acción del filántropo. Unos días después este señor se presenta con una camioneta cargada con su obsequio: varios cientos de pañales descartables y docenas de sábanas blancas y toallas.
«El sábado pásado cumplí ochenta años, hice una fiesta y a todos los invitados les dije que no aceptaría regalos personales de ninguna forma ni bajo ningún concepto, si acaso querían contribuir con algún obsequio deberían elegir entre los tres artículos que les indiqué. El resultado es estos obsequios de mis amigos, que contribuirán a aliviar las necesidades notorias del Hogar Español de Ancianos de Montevideo.»
El nombre es lo de menos. Este tipo de «espíritus superiores» prefiere mantenerse en el anonimato y el silencio y a veces hasta se molestan si se les agradece mediante alguna nota. ¡Ni que hablar de publicidad de algún tipo, por supuesto!

Los cien años del relojero

El Tala, 1959. En la Casa del Viejo Pancho - Coro del Centro CoruñésEl Tala, 1959. En la Casa del Viejo Pancho - Coro del Centro Coruñés

El Tala, 1959. En la Casa del Viejo Pancho – Coro del Centro Coruñés. Tiempos muy felices, si los hubo…  El primero por la izquierda es el relojero, a su lado su hijo (un servidor), el segundo que sigue es mi amigo Ricardo, a su lado Julito, el penúltimo por la derecha de la foto, Joaquín Rosende. Entre las damas, al medio, Carmiña (Mucha, mi querida hermana), que viviría tan solo seis años más. El homenaje de esta nota es en recuerdo de Carmiña que tendría hoy setenta y seis años, y para el relojero, mi padre, en el día que precisamente cumpliría cien años de edad.

Varios de mis relatos se inspiran en las vivencias de mi época infantil, de grandes carencias pero muy feliz, en Compostela, en compañía de mi padre. Sus cuentos, las fantasías, las historias, en su mayoría ‘inventos’… contribuyeron definitivamente en la inspiración de cuatro de los cinco relatos de «El bosque de la Condesa»,  «La carta de Amelia», «El niño ciego», «Dos cofres de plata», «El bastón de don Nicanor», así como en otros relatos y una novela, aún no publicados. En «El vendedor de libros» aparece el personaje queriendo influir en las decisiones del tímido aspirante a vendedor, frágil como una pluma, a sus ojos, por eso trataba de desmoralizarlo para que no se aventurara en ese mundo incierto de la venta de libros, por temor a que abandonara un empleo seguro, máxime con los fracasos recientes a cuestas con la venta de zapatos que a punto estuvieron de liquidar los ahorros, aunque pocos pero casi todos, acumulados a costa de algún tiempo y mucho sacrificio. Entonces, la expresión espontánea del relojero, para «salvar» a su hijo de «otro fracaso seguro», no demoró en salir: «Y tú… ¿a quién te crees que le podrás vender un libro?» No sabiendo él que fallaba en la estrategia de protección, ya que esa expresión era el acicate que le faltaba para lanzarse a la aventura de incursionar en un mundo incierto,  aún desconocido en gran parte.

Otro día hablaremos también del fallo en la estrategia del tío Alfonso, el zapatero, que creía que el tímido aspitante a vendedor seguía «sus agresivas instrucciones» para lograr el éxito en la venta de sus novedosos mocasines de gamuza.

Como recuerdo y homenaje trancribo a continuación unos párrafor de «El vendedor de libros»: «… Después de que se jubiló, venía casi todos los días y conversábamos de tiempos pasados, de los buenos y de los otros, pero más de los buenos. Era una buena terapia. Esas pláticas se convirtieron en una rutina que se mantuvo hasta el último día que el relojero nos acompañó en este mundo, catorce años después, un día antes de la noche de San Juan, al comienzo del nuevo milenio. Le gustaba tomar una copita de licor de durazno o de higo que yo mismo preparaba, o un vasito de vino. Si nos acompañaba a la casita de descanso de Piriápolis, se aburría pronto porque extrañaba la partida de dominó con los amigos, pero disfrutaba mucho el choricito a la parrilla, con pan y vino. Hacía sus palabras cruzadas o jugaba al solitario y no molestaba a nadie.»

«La última vez que conversamos era una tarde de invierno pero el frío aún no se hacía notar, mientras yo revisaba papeles en forma rutinaia, el habló por más de tres horas. Lo máximo que se quedaba siempre era una hora pues no quería perderse su partida de dominó, pero esa vez habló como no lo había hecho antes, recordando acontecimientos familiares. Le ofrecí un vasito de vino, como siempre, pero esa vez me pidió que fuera grande el vaso, pues ‘hacía mucho tiempo que no saboreaba un buen vaso de vino’. Le ofrecí música y me pidió que le pusiera música mexicana, que era lo que le gustaba cantar últimamente cuando concurría a las reuniones de mis amigos. Si bien antes lo controlaba algo ya le había dicho hacía tiempo que a la edad que tenía debía disfrutar y hacer lo que fuera de su gusto. Ciertamente, no hacía falta que yo le dijera eso, pues él siempre hacía lo que quería.

Después que quedó viudo, pasó unos cuantos años en Mallorca (…) viniendo alternadamente a Montevideo, varias veces. Luego pasó un tiempo en Compostela (…) y los últimos quince años los pasó con nosotros. Sufrió las penas que sufre cualquier mortal, a veces muy duras. Solía decirme… ‘a nosotros sí que nos tocaron bravas…’, pero esos últimos años fueron muy buenos para él. El relojero tuvo mucho mejor suerte que doña Carmen.

El vino se fue consumiendo poco a poco. No quiso otro. Se despidió y se fue retirando muy lentamente como de costumbre, pero esta vez más lentamente, como si le costara irse, saludando a todos… uno por uno… como si se estuviera despidiendo de verdad.

Tenía ochenta y ocho años y se vanagloriaba de que los médicos no le encontraban nada, no le recetaban ninguna pastilla. Utilizaba lentes solo para leer. Nunca se quejaba de nada, salvo alguna indigestión pasajera y la úlcera varicosa que lo acompañó desde el tiempo de la guerra civil, por una herida que él mismo se provocó entonces, para evitar que lo enviaran al frente, no lo aquejaba nada. Cuando yo le comentaba que tenía jaqueca, me decía… ‘yo no sé lo que es eso, nunca tuve un dolor de cabeza’. ¡Llegué a pensar que viviría cien años!… ‘cuando tengas cien años volveremos a hablar de eso, mientras tanto disfruta’… Se enojaba cuando le decía… ‘pareces Johnnie Walker’… ‘¿por qué me pones ese mote inglés?’… ‘porque parece como si hubieras nacido en 1874… ¡y sigues tan campante!»

Tal vez el Supremo consideró que ya estaba bien… y esa misma noche trastabilló y se golpeó la cabeza contra el suelo. Serían las ocho de la noche, yo estaba trabajando aún en la librería, muy cerca del lugar del hecho, a tan solo cuatro calles y no me enteré de nada. A los de la ambulancia les decía que él no tenía nada, pero igualmente lo llevaron  al Sanatorio de Casa de Galicia de la Avenida Millán y lo dejaron en observación. No quiso que me avisaran… ‘¡porque yo no tengo nada!’ Cuando lo fueron a ver nuevamente, había pasado de un sueño a otro sueño… al eterno, en forma silenciosa, tal cual era su manera de ser. Si él hubiera podido elegir la forma, seguramente habría elegido esa misma.

El día después, en el velatorio, un amigo, Anibal, me contó que justamente el día anterior se había encontrado con él antes de que viniese a la librería y se habían tomado un vasito de vino en el bar que queda cerca de alí.

Después de esa conversacón con Aníbal, me acerqué al cuerpo sin vida material, a ‘conversar con él, con su espíritu’ y silenciosamente le murmuré… ‘también esta última me la ganaste… ¿eh, abuelo?’… ‘y ahora, ¿qué quieres que cantemos juntos… a rianxeira?’… Eran las dos de la mañana, los acompañantes estaban unos dormitando otros tomando café, en otra sala contígua, pensé que sería lo único que podía ofrecerle para que ‘se llevara’ como recuerdo, después de pensarlo por un momento, por fin hice un esfuerzo y, casi como susurrando… ¡la cantamos toda!»